martes, 10 de julio de 2012

Martes, 10 de julio, 2012 REPORTE INICIADO A LAS 9:18 AM

En el principio érase el nin, “espíritu bajo disciplina,” y de ahí surgió el Sennin, el  “maestro-sabio del nin,” el maestro-estratega, el sabio-iluminado de la Quinta Dimensión. 

Ubicación: RECAMARA PRIVADA DEL PLEXO
Estado Anímico: CALMADO, LIGERAMENTE ACELERADO
Estado Físico: UN POCO MÁS DESCANSADO
Estado Cognitivo: PERSPICAZ

El Ojo del Águila, el Espíritu del Carcayú: Anoche tuve actividad onírica, de los que me acuerdo eran todos combativos, de mayor o menor intensidad. En uno estaba en un gimnasio grande, un pabellón más bien, el suelo cubierto de tatamis, colchonetas verdes de judo, y ahí estaban quizás trescientos alumnos para hacer ne waza, lucha en el piso, y ahí estaba yo entre ellos, participando y supervisando a todos. Había un buen espíritu de camaradería. De pronto una niña adolescente alumna mía que estaba sometiendo a un chaval a unos dos metros distancia mía burlonamente me retó al siguiente combate, “si es que no se siente demasiado viejo”. Auténticamente entusiasmado por su humoroso y refrescante descaro, solté una repentina carcajada. Le dije que con los ojos cerrados. Señalé para que anunciaran un cambio de compañero. Cerré los ojos y pensé que hubiera sido mejor tener una venda, y luego me dispuse, con sumo cuidado de no lastimarla, a entrenar a esta cachorrita de tigresa sabiendo que algún día le convertiría en una gran cazadora. Era muy “Yo” ese sueño.

            El último sueño de la mañana fue mucho más dramático, y menos paternal. Era un rey godo creo, o de alguna tribu europea. Estaba negociando un tratado con otras tribus y sus representantes estaban en mi aldea. Eran tiempos desesperados y precisaba de una alianza contra el inexorable avance romano que amenazaba con esclavizarnos a todos. Yo conocía bien sus tácticas de guerra y sus traidoras intenciones políticas: la única paz posible con los romanos seria de nuestras mujeres e hijas de sus prostitutas, los guerreros muertos, y nuestros hijos de sus esclavos. Así era lo que estaba comunicando a estos jefes y sus delegaciones de consejeros. Eran hombres claros de tez, cabello y ojos, altos y bien fornidos. Mi oferta era que si me juraban lealtad a mí y participación bajo mi mando en cualquier movilización militar contra los romanos que yo les permitiría quedarse como jefes de sus respectivas tribus – pero el grupo de bailarinas que trajeron para el evento se quedarían como mis concubinas. Uno de los jefes aceptó rápidamente, otros le siguieron. Pero uno, un tipo enorme y algo panzón, vestido con piel de oso y con un casco con cuernos de toro titubeó. Me levanté de donde estaba sentado y él igualmente se puso de pie. Agarré una lanza de uno de mis vigías, extendí la lanza en su dirección y le presioné las partes con la punta. Ahora accedió. No estaba yo de humor para “negociaciones” con estos imbéciles, la mayoría de los cuales sí entendían la situación pero algunos de los jefes eran muy necios y orgullosos; yo no podía permitir desafíos a mis propósitos. Sin un frente unido contra los romanos sucumbiríamos todos. Uno de ellos, un joven de unos treinta años apuesto, alto, musculoso, barbudo y de melena rubia se negó y trató de escapar. Agarró un caballo y trató de huir a toda velocidad. Calculé su trayectoria y grité por una lanza. Me la pasaron y la tiré apuntando delante de él, pero por algún motivo la lanza se desvió y fallé y solté un grito de frustración e indignación conmigo mismo. Como era mi sueño lo controlé: mis hombres habían bloqueado la salida de la aldea así que el joven jefe no tuvo más remedio que volver por el mismo camino tratando de hallar otra salida a mi poblado. Esta vez no fallé, tirándole limpiamente del caballo. Me acerqué a él y ya estaba levantado pero no vi señal alguna de herida, y eso me alegró: quería una pelea limpia. Decidí que se había tirado para esquivar la lanza. Una pareja de niños estaba ligeramente detrás de él a su izquierda, ambos nos dimos cuartel para despejar a los chiquillos del área, después proseguimos. Sacó un cuchillo hermoso, largo, de impresionante filo curvado y amenazador, adornado con joyas en la guarda y en el talón; dio un alarido salvaje de guerra, echando un vistazo al público que quedaba a mis espaldas y que sabíamos que nos estarían viendo. Yo hice lo mismo, y sintiendo la adrenalina fluir saqué mi propio cuchillo, mucho menos impresionante y de simple mango de madera. En un instante decidí que no era momento de jugar sino de ganar y cuando se me abalanzó justo a la distancia en la que sabia que no fallaría se lo lancé, clavándole el filo en el pecho hasta el gavilán. Se quedó parado un momento, atónito más que nada puesto que evidentemente no esperaba tal ataque; yo mientras aproveché para recuperar el arma apoyando la planta del pie en su cintura mientras jalaba del mango. Me alejé unos pasos para agarrar distancia. Él volvió a lanzarse en mi dirección en un intento desesperado de llevarme consigo al inframundo, y yo volví a lanzarle el cuchillo, de nuevo hincándoselo en el pecho e inmediatamente tratando de recuperarlo de la misma forma pero esta vez me atacó con el suyo y no pude extraer el mio, así que le desarme y le apuñalé en el estómago con su propia arma, sintiendo la resistencia breve del cuero de la armadura antes de penetrar la carne. “Ahora es mía”, pensé. Esta vez sí cayó y duro, de espaldas al suelo, horizontal a mis pies y con su cabeza a mi izquierda. Ahí permaneció con sus ojos aún abiertos como si sorprendido o asustado y con la boca murmurando por lo bajo como si implorando algo. Sin perder el tiempo me agaché, y agarrándole de la melena con la mano izquierda mientras que la derecha hacia su labor, le hundí la punta del cuchillo en el cuello y comencé a decapitarle. Su cuchillo estaba bien afilado y la empuñadura era perfecta así que sin demasiado esfuerzo, y como quien tenia practica en el asunto, conseguí cortar carne y atravesar hueso hasta separarle la cabeza. Me levanté de media vuelta alzando la cabeza como un gran trofeo y encarando a todos los presentes, los guerreros y habitantes de mi aldea, los jefes de las ahora tribus vasallas junto con sus delegaciones, solté un espeluznante y salvaje bramido de victoria que me explotaba desde lo más hondo de mi ser. Y entre los gritos de todos los presentes supe que el mensaje quedó claro: cualquier resistencia a mi voluntad – ya fuera de ellos o de los romanos – rendiría el mismo resultado. Me desperté de pronto. También era muy “Yo” ese sueño.

Las mismas fauces del alfa que despedazan a la presa e imponen su jerarquía de mando, juegan cariñosamente con los cachorros de la manada. El que no comprenda el profundo significado de estos sueños jamás será digno de ser considerado para el mando de ninguna organización. O somos de la manada o somos del rebaño – pero no hay manadas libres sin alfas ni rebaños sin dueños y pastores.

Toca lo que toca y ahora me toca encarar un nuevo día.

El ojo que se ve
El filo que se corta
No preciso escudo.

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